¿Qué es el poder? ¿Qué hace que una persona logre imponer su voluntad sobre la de millones?.
En esa ambigüedad intencionada entre realidad y ficción de La fiesta del chivo, subyace el interés de Vargas Llosa por sumergirse en el misterio de la tolerancia ante el poder absoluto y nepótico.
La realidad es el relato y la crónica del final de Rafael Leonidas Trujillo, dictador de la República Dominicana desde 1930 a 1961, sobre la base de un profundo trabajo de investigación que le llevó más de tres años. La ficción (a través de personajes como Urania), es la libertad para reflexionar sobre el servilismo, la corrupción, la degradación y el envilecimiento de regímenes como éste de los que está llena la historia latinoamericana.
Se puede llegar a entender que la propaganda, la falta de información, el adoctrinamiento y el aislamiento consigan divinizar a un dictador “como el hijo maltratado entiende el castigo por su propio bien”, lo que ya no es tan comprensible es la aceptación de esto mismo por personas cultas que conocen otras realidades mejores y sin embargo aceptan la situación de manera sumisa e incluso las vejaciones más horribles.
A lo largo de la narración se nos van mostrando algunas de las posibles razones por las que este pueblo fue manipulado y oprimido durante más de tres décadas:
La necesidad de “seguridad” aunque sea a costa de volver la cara hacia otro lado. Se niegan los abusos, los asesinatos y la corrupción porque la gran mayoría tiene trabajo y la seguridad ciudadana está garantizada. Poco a poco la perspectiva de lo que está bien o mal se deforma y la amnesia se apodera de todos. El dictador es entonces el salvador de la patria, el Benefactor, la masacre de haitianos, el fin del peligro de una nueva invasión del país vecino y el aislamiento forzoso, la ruptura orgullosa con el resto del mundo, enemigo amenazante y envidioso.
La ambición económica y el reconocimiento social, convierte a muchos en cómplices de un sistema del que parece que solo podían librarse “los exiliados (no siempre) y los muertos”. Trujillo se nos presenta como un gran manipulador que sabe aprovechar muy bien la vanidad, la codicia y la ignorancia de los hombres. Su generosidad está por encima de las aspiraciones de los más ambiciosos ganándose su fidelidad incondicional y lo mismo hace con el pueblo al que mantiene contento con dádivas multitudinarias o abocando vínculos afectivos como por ejemplo apadrinando a cientos de recién nacidos, con lo que significa ser “compadre” en Latinoamérica.
El ansia de poder corrompe al pequeño círculo de intelectuales y consejeros de los que Trujillo se rodea, volviéndoles insensibles ante el horror. Títeres que luchan entre ellos con “sutiles maniobras, estocadas sigilosas e intrigas florentinas” por estar un poco más cerca del dictador, “como las hembras del harén para ser la favorita”.La ley del más fuerte, la feroz competitividad, un instinto que una vez más Trujillo sabe utilizar en su beneficio, sometiéndoles a un constante estrés, a un miedo permanente a caer en desgracia. Les exige pruebas de fidelidad inverosímiles y crueles y de vez en cuando condena sin motivo alguno a uno de ellos de manera ejemplizante, destituyéndole de sus cargos, confiscando sus bienes y persiguiendo a su familia.
También pudiera ser que haya gentes que necesiten de un Mesías para llenar sus vidas, y entonces aparece alguien con carisma e inteligencia pero sin escrúpulos ni principios morales al que seguir. Vargas Llosa pone especial cuidado en mostrarnos la idealización de que es objeto su personaje principal. El pueblo le mitifica durante décadas y se deja hipnotizar por el aura del hombre que no suda si no quiere, que tiene una mirada que nadie es capaz de resistir sin bajar los ojos, que jamás descansa y que nunca tiene una arruga en el traje. “Trujillo podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran si le daba en los cojones”. “Incansable, podía trabajar veinte horas seguidas y luego de dos o tres horas de sueño comenzar el nuevo día al amanecer, fresco como un adolescente”. Balaguer en sus discursos identifica el gobierno de Trujillo con una misión divina y en muchos hogares del país lucían enseñas del tipo “Dios y Trujillo”. También es cierto que nos muestra la parte humana con sus miedos y miserias. Alguien que no es capaz de asumir la vejez o la impotencia sexual y al que su próstata coloca en frecuentes ataques de pánico, pero esto queda en la más estricta intimidad, ocultando al mundo cualquier tipo de debilidad.
Evidentemente no todos sufren encantamiento. “Muchos dominicanos mantienen durante años una doble personalidad, una realidad pública y una verdad privada prohibida de expresarse”. El miedo a perderlo todo y a la propia muerte les impide reaccionar. Nadie osa desafiar los corsés ideológicos y políticos del trujillismo y nadie se arriesga, por miedo, a convertirse en vanguardia del descontento. Resolverlo a las bravas parecía la única opción posible.
Por último, me llamó especialmente la atención el pasaje en el que se explica el sometimiento de algunos por vocación masoquista. Seres que necesitan ser maltratados para sentirse realizados.
Puede que alguna de estas razones justifique la impasibilidad ante la crueldad y el abuso de poder, pero no encuentro ninguna para entender qué es lo que mueve a un pueblo a lanzarse a la calle a dar caza y muerte con saña e inusitada dureza a miles de haitianos en nombre de Trujillo. Unos pocos días en este país son suficientes para comprobar que todavía hoy, el desprecio por la lengua, creencias y costumbres africanas de sus vecinos está muy arraigado. Pero desde luego no han sido ni son los únicos. Perturba pensar con qué facilidad sociedades enteras se dejan arrastrar, haciendo tambalearse nuestra confianza en el género humano como colectivo.
Eugenia.